19 abril 2007

"Mèriange, has comenzado a vivir..."


Segunda parte: la vida en el convento y su escape a París (continuación)

En el interior de la congregación, la niña sintió por primera vez la calidez de un grupo de personas preocupadas por ella. Le dieron de comer una exquisita tarta de verduras, carne y queso, frutas, postres almibarados y leche con sabor a chocolate. Era la primera vez que Mèriange degustaba semejante ambrosía y no se cansó de engullirlo todo hasta quedar ahíta. Las hermanas carmelitas, que se acercaron para ver a la criatura, la contemplaban con ojos piadosos y llenos de curiosidad. ¿De dónde veía esta niña tan hermosa, pero tan sucia y hambrienta?

Una vez que todo se hubo terminado, una de las monjas se acercó a la pequeña lentamente. Sus manos le acariciaron el cabello. Luego preguntó:

- ¿Sabes hablar, niña?

Mèriange la miró con sus tremendos ojos azules y brillantes; no pronunció palabra alguna. Parecía alucinada por la vestimenta de aquella mujer. En sus 7 años de vida sólo había conocido de trastos viejos, harapos, y sacos que servían como mantas para pasar el frío del invierno.

- ¿Cómo te llamas?; ¿de dónde vienes, niña? -insistió-.

Me llamo Mèriange, y soy de… muy lejos. No sabía la veracidad de su afirmación.

- ¿Por qué has venido con nosotras?

- Necesitaba un lugar donde refugiarme. Mi madre y mi padre han sido asesinados y yo no tengo dónde ir…
La niña había dicho parte de la real historia, pero no sintió ningún remordimiento.

En efecto, su madre adoptiva había muerto y su padre -¡ese alcohólico desgraciado!- probablemente aún se estaba revolcando en su sangre, lo que no hacía presagiar un destino diferente. Mèriange se sentía con la plena libertad (y el derecho absoluto) de modificar algunos hechos, para no despertar suspicacias que pudieran jugar en su contra a la hora de pedir albergue.

Las hermanas carmelitas de Avignon nunca habían recibido una sorpresa como aquélla que llegó esa noche. No estaban preparadas para acoger a una menor indefensa y sola. La mayoría de las muchachas que llegaban estaban en busca de la confirmación de un llamado divino. Eran frágiles sirvientas del Señor, nacidas en acomodadas familias que las iban a dejar en automóviles o carruajes victorianos. La presencia de Mèriange, la efigie de la pobreza y la miseria humana, había revolucionado a la congregación entera, entre cuyas hermanas estaba la matriarca, madre Chantal de Dominique.

La longeva Madre Superiora tenía un carácter parco, dominante y frío, pero también se había conmovido por la presencia de la frágil la niña. No tardó en citarla a su celda, para comentarle -a modo de advertencia- las reglas de aquel convento: “Nada de hombres, nada de fiestas, nada de aspiraciones mundanas”. Era obvio que todas las monjas en ese lugar entendían aquella filosofía, pero nadie estaba seguro de que Mèriange podría asimilar sus palabras; por eso, desde ese día, se encargarían de recordárselo día tras día.

Fue la madre Chantal de Dominique quien decidió el destino de la chica rubia. Ordenó a las demás hermanas que le dieran una dieta especial mientras se recuperaba, pues seguía pareciendo un famélico espécimen y le destinó una celda para que pudiera descansar los primeros días de su estancia. Para hacerla más acogedora, la adornaron con flores de su jardín y con abundantes imágenes de Jesús Crucificado y del Sagrado Corazón. Mèriange se sentía muy a gusto en ese lugar, no por el halo de religiosidad, sino porque nunca había dormido rodeada de tanta maravilla visual. Era la más cuidada habitación que jamás hubiese imaginado. Cada noche, al entrar, juraba a sí misma que jamás iba a dar un paso atrás: ya había comenzado a vivir la vida que a ella le gustaba.

Pasaron los años y la pequeña se convirtió en una joven de reluciente hermosura física. Tenía 13 años y aún no manifestaba interés alguno por unirse a las filas de ese Ejército de Dios. Eso había desconcertado a las hermanas, quienes en un principio intentaron anunciarle el Avangelio -su misión-, sin resultados fructíferos. La Madre Superiora sabía que aquella joven no era una “elegida”, por lo que esperaba el minuto preciso para dejarla libre. La veterana monja no concebía otro destino para las mujeres: o se casaban con Jesús -como ellas- o con algún hombre de bien. Y eso era lo que ella estimaba más conveniente para Mèriange.

En el convento le enseñaron a leer y, en general, lo que cualquier niño de su edad debiera saber. Fue creciendo rodeada de mujeres con hábitos oscuros y miradas inquisitivas... Sin embargo, podía sentir la distancia que las religiosas marcaban con ella, la única laica en aquel lugar. No se trataba de un rechazo explícito, pero sí de una sensación que la invadía con cada comentario y con cada orden. ¡Sí!, porque con el tiempo, Mèriange se fue convirtiendo en un nuevo modelo de empleada doméstica. Le enseñaron a cosechar y a cocinar, es cierto, pero también la utilizaron para que se dedicara a suplir las funciones de las personas que habían sido destinadas por la madre Chantal de Dominique.

Pasaban los días y las noches y Mèriange veía transcurrir el tiempo entre labores la cocina y el huerto. Comía bien, dormía en una cama relativamente cómoda, leía y paseaba por el convento con total libertad. No obstante, había ciertas inquietudes que no podía satisfacer. Por ejemplo, santía una extraña necsidad de relacionarse con personas del sexo opuesto o con jovencitas que pudieran entregarle algo más que consejos de cómo amar mejor a Dios. Un par de veces había visto a ese tipo de personas, cuando se despedían de las novicias o cuando las visitaban en sus celdas. Mèriange escudriñaba sus vestidos, sus abrigos largos, sus guantes de cuero... y también a los varones, con curiosidad juvenil. El recuerdo de su padre borracho y excitado con ella no la amedrentaba. Era lo suficientemente inteligente como para no generalizar.

******

Mèriange cumplió 18 años, pero no fue celebrada -como siempre-. Era una moza de extraordinaria belleza y personalidad enigmática, reservada. Había pasado once años entre esos pasillos oscuros y ecoicos y se sentía abrumada por tanta instrucción religiosa. Lo mejor de todo era que había cumplido la edad para despedirse de las hermanitas, tal como habían acordado desde el primer momento. Como no había manifestado interés por los votos carmelitos, ya era hora de dejarla ir “al mundo”. Mèriange sabía todo lo necesario para desenvolverse en sociedad, por lo que la idea de emigrar hacia una ciudad como París. ¡Ya estaba preparada!

Las carmelitas de Avignon se apresuraron por alistar todos los detalles del largo viaje que emprendería un día después de cumplir los 18 años. Le deseaban suerte y la invitaban a que volviera, pero sentían muy profundamente que eso quedaría sólo en buenos deseos. Se notaba ante los ojos de una monja que Mèrieane no era una de ellas. La rubia de ojos azules misteriosos estaba ávida de experiencias del mundo, contradiciendo los designios de la madre Chantal de Dominique.

El momento llegó. Desde su cama, postrada y casi ciega, la Madre Superiora la mandó a llamar y destinó unas palabras de despedida para Mèriange. “Puedes no ser una de las nuestras, pero eres hija de Dios. Háblale en momentos de felicidad y congoja y él no te abandonará. No pienses en mí como una monja odiosa. Piensa en mí como tu madre”, dijo. Acto seguido, le entregó un pequeño crucifijo de madera de Boj, con incrustaciones de plata. Mèriange lo tomó firme entre sus manos y se lo llevó a los labios. Lo besó, tomando una bocanada de aire para no quebrarse por el adiós. Desde pequeña, no le gustaba llorar. Dio un par de pasos hacia su querida Madre-madre Chantal y le acarició con eterna dulzura el rostro. Estaba agradecida, pero sabía que nunca iba a volver a aquel lugar después de pisar las tierras de la Ciudad Luz.

Mèriange subió al auto, saludó discretamente al joven conductor. Era un tipo de rasgos finos y atractivos, pero ni siquiera eso llamó la atención de la blonda pasajera. Lo miró a través del espejo retrovisor y sonrío, pero no dijo palabra alguna. Una a una fue dejando atrás las ciudades: Lyon, Dijon, Troyes... No se detenía sino para pasar al baño y para estirar las piernas. Hablaba poco, pero sonreía amablemente ante cualquier comentario del chófer, que la miraba con una extraña mezcla entre compasión y deseo reprimido.

En la ciudad la esperaba una delegación de las hermana carmelitas de París, quienes actuarían como nexo entre Mèriange y las posibilidades de trabajo. Era fácil suponer que podría encontrarse muy pronto en algún puesto que le asegurara una buena vida, ya que era inteligente y, además, bella. Como si eso fuera poco, conocía muy bien el lugar adonde iba, ya que había leído mucho en libros de la biblioteca y en revistas de moda que algunas novicias desechaban cuando se las traían de regalo (¡mateiral del mundo!).

Estaba arrellanada en el asiento de cuero del auto, cuando la puerta a su lado se abrió. Era el conductor. Con expresión alegre, dijo:

- Mademoiselle Mèriange, hemos llegado. Bienvenida a París. La vida comienza ahora.

Ella, con una sonrisa que no podía disimular, respiró hondo y agradeció cortésmente. Mèriange había llegado a París una fría tarde de 1997.

(continúa...)


Rodrigo

2 comentarios:

EzLoKhAi dijo...

Esta buenisima la historia.. ojala la continues luego... yo por aca avido a continuar..XD

Te sigo leyendo...

Saludos!!
Slqhay.

Anónimo dijo...

Por alguna razón en el interior de Mèriange, todo el ambiente de extrema religiosidad aún no la convencía a sus 13 años ni la convenció después.

Veremos lo que se vendrá más adelante. Saludos cordiales.