Cuando en las pantallas comenzaron a aparecer las letras que forman la palabra “Candy”, el corazón se me aceleró a tal punto que tuve que auto conminarme a mantener la calma. Respiré hondo y abrí los ojos todo lo que pude. El corazón seguía acelerado, casi doliente. La plataforma en el escario central comenzó a girar y, poco a poco, vi a Madonna sentada en su trono. No me separaban más de cinco metros de ella. Mi visión era panorámica: la reina, sus bailarines, las pantallas. Todo estaba ahí. Y yo no lo podía creer.
Podía verle la cara. Al comienzo fue de asombro. Los ojos bien abiertos, mirando de un lado para otro. La respiración agitada. Pero después, en cosa de segundos, esa expresión dio paso a una sonrisa. Una amplia sonrisa que iluminó al Nacional. Madona nos daba la bienvenida a su gran show, circo-teatro, musical.
Por el contrario de lo que pensé que ocurriría, no lloré. Sólo grité de alegría al escuchar la primera frase de la canción: “See which flavor you like...”. Me puse a cantar con ella. Me agarraba la cabeza, me mordía el labio inferior, pero no estaba nervioso. Era una suerte de fascinación por tenerla tan (pero tan) cerca de mí. Nunca pensé que mi primer encuentro frente a ella sería así. Lo que ocurrió anoche en el Nacional fue mucho mejor que todos los sueños -muy recurrentes- que tuve días y meses antes.
Estoy seguro de que Madonna me vio. Caminaba por el escenario y la pasarela y nos sonreía. Estaba muy animada. Su cara era la de una niña que se sorprende con una novedad (“¿Chile?”). A medida que avanzaba su show, se fue dando cuenta de que, a pesar de que estamos en el fin del mundo, la conocemos y la adoramos como en otras partes. Ella lo sintió. Su expresión de nerviosismo del principio se transformó en alegría y fiesta. Cuando pasaba en frente de mí, yo lo advertía: Madonna estaba disfrutando de nosotros, que no escatimábamos en energías para expresarle que es nuestra ídola: “¡Diva!”, “¡Madonna, te amo!”, “¡Ídola!” se podía escuchar.
Canté a más no poder. Me desgarré la garganta gritando su nombre y levantando las manos. Quería que me viera. Que se fijara en mí y en la polera que había hecho. En un momento, pasó por donde yo estaba y, creo, se fijó en el mensaje: “Chileans do it better”. Ella sonrió. Y a mí me subió un calor estrepitoso que pasó por mi estómago, por el cuello y llegó a la cabeza. No recuerdo en qué parte del show ocurrió eso. Parece que fue mientras cantaba “Heartbeat” o “Into the Groove”. Pero no estoy seguro, porque en ese momento mi (generalmente buena) memoria falló por completo.
Recuerdo una muy particular expresión de Madonna, que no sé cómo describir. A pesar del maquillaje, su cara era límpida. Su expresión era la de una persona que estaba pasándolo muy bien (insisto: siempre sorprendida por la recepción des este público tan alejado del resto del mundo). Recuerdo sus ojos bien abiertos, su boca con un rictus que transmitía un “aquí estoy, disfrutando”. Era una rara mezcla de humildad real con orgullo por saber que, sobre un escenario, no hay nadie más completo que ella. Afortunadamente, ella cantó y bailó más hacia nuestro lado. Yo sabía que las coreografías tendían a la derecha del escenario y, por eso, luché contra todo para asegurarme.
Mi cuadro favorito era el primero (“Pimp”), pero no tuve la suficiente lucidez como para disfrutarlo por completo. Por eso, aluciné más con el segundo: Old School. Madonna en su máxima expresión de agilidad. Y la última canción de ese segmento fue “Music”. Su cara seguía radiante. Eso fue lo que más se sorprendió. Era como una niñita. Bailaba con entusiasmo, se reía, hacía guiños a sus bailarines y músicos (no muchos se percataron de eso, creo). Me emocionaba sentir esa calidez. Había sonrisas que estaban fuera de libreto. Y yo, de tan cerca que estaba, era testigo de cada uno de esos gestos.
Como cuando empezó el show no lloré, pensé que ya había superado la prueba de fuego. Pero pensé mal. Cuando se cerró la puerta del Metro y Madonna salió del escenario para cambiarse de ropa, me puse a llorar. No pude contener mi emoción de estar a tan pocos metros de ella. Fue un llanto desconsolado al principio, pero no me dolía nada. No hubo sollozos, sino que respiración entrecortada, muchas lágrimas y congestión en la nariz. Me sequé, me agarré la cabeza con las dos manos. Pero seguí llorando mientras en la pantalla se veía el interludio de “Rain”. Quizás fue por el momento, preciso para descansar de toda esa adrenalina inicial. Necesitaba descargar esas emociones que tenía adentro y que el vertiginoso ritmo del show no me había permitido.
El impecable traje de Givenchy usado para la sección “gipsy” del show era, sencillamente, espectacular. Madonna se veía muy bien, muy hermosa, muy estilizada. Me fijé en la musculatura de sus pantorrillas aprisionadas tras esas botas muy ceñidas a su cuerpo, casi como una segunda piel. Miré con asombro y admiración los pasos de baile. No quería perderme ningún detalle ni de la coreografía ni del escenario ni de las pantallas ni de Madonna. Pero casi todo el tiempo estuve mirándola a ella. Y en todo momento me sorprendí del brillo que emanaba de su rostro: una expresión de gratificación por la respuesta de todos nosotros que le gritábamos “¡Madonna, te amo!” cada vez que se acercaba.
Hasta me reí con Madonna. Me gustó que el público comenzara a gritarle “¡Ídola!” y ella no entendiera. Preguntó: “¿Qué dicen? ¿Te amo? Yo también...”. Hubo una traducción instantánea de todos nosotros (“¡Idol!”), pero ella siguió haciendo muecas. Luego agregó: “No entiendo... yo soy muy caliente”. Esos pequeños guiños con el público son los que hacen la diferencia en sus conciertos. Con esas simples palabras me sentí abrazado por el calor de una Madonna mucho más humana que como la veía en los sueños y en los DVD´s. De hecho, ésa fue la sensación que se me quedó del concierto: Madonna es una diva inigualable, una superestrella del espectáculo y, sin duda alguna, la reina del pop. Pero a pesar de eso se permite ciertas licencias para seguir encantando a sus seguidores. Se muestra cercana, alcanzable, deseable... y nosotros nos rendimos a sus pies enfundados con costosas botas de tacos altísimos.
La veía bailando canciones rumanas, brindando con una petaca de tequila, y pensaba que el show ya iba en la mitad. No quería que se acabara, pero traté de mentalizarme para no preocuparme por eso. Tenía que disfrutar a fondo cada segundo, cada acorde, cada movimiento. El corazón estaba más calmado, pero la adrenalina no. El cansancio de las piernas (y de las 12 horas de espera bajo el inclemente sol de Santiago) no se sentía. La sed tampoco. Todas las molestias físicas se pasaron cuando Madonna salió al escenario. Fue realmente increíble sentirse fuera del mundo real por dos horas. La reina del pop fue una especie de droga dulce y pegajosa con poderes estimulantes instantáneos.
Deliberadamente, no llevé cámara fotográfica. No quise distraerme con eso. Sabía que si llevaba, estaría pendiente de que pasara frente a mí, de lograr una buena toma, un buen ángulo. Y no quería distraer a mis sentidos. Quise absorber todo sólo con mi visión, mi olfato, mi tacto, mi oído. Sé que mis amigos llevaron cámaras para captar las imágenes. Después se las pediré a ellos. Las miles de imágenes las tengo guardadas en mi memoria, como un recuerdo que no se borrará hasta el día en que me muera.
Madonna es ágil, atlética, excelente bailarina. Tiene un carisma indescriptible que se traspasa desde el escenario. Guiñe el ojo a sus fans, sin siquiera mover sus párpados. Con una sonrisa me derritió más de una vez. Con sus pasos perfectamente sincronizados con los bailarines (excelentes y muy carismáticos también) me llevó a una dimensión paralela. En esa dimensión sólo me daba tiempo y maña para seguir cada uno de sus detalles: cuando salía del escenario, cuando se preparaba para entrar, cuando hacía los intermedios entre una canción y otra... O sea, me imbuí también en los pequeños detalles. Sensibilicé el oído y descubrí el paso raudo de los bailarines corriendo bajo la pasarela para salir nuevamente por la parte de atrás del escenario. Vi cómo armaban la escalera del escenario; cómo Madonna se arreglaba su hombrera con brillantes. Lo vi todo. Lo absorbí todo.
No quería que se acabara el concierto, pero sabía que con la puesta en escena del último cuadro, la hora del fin se acercaba. Me conocía la estructura general del Sticky & Sweet. Lo había visto y escuchado muchas veces en las grabaciones de los fans de otras partes del mundo. Era inexorable: el traje futurista con inspiración japonesa (rave) era lo último. Las fuerzas seguían intactas, a pesar del desborde de energía. Me di el tiempo para cantar a todo pulmón todas las canciones. Grité a más no poder los “tic tac tic tac tic tac” de “4 Minutes”, “Like a prayer” y “Ray of light”. Pedí a todo pulmón que cantara “Frozen” cuando Madonna pide las opiniones del público. Pero había más gente gritando por “Holiday”, así que ella -no sin fruncir el ceño y arrugar la nariz- accedió.
Luego vino la rockera versión de Hung Up. La voz ya casi no me salía. Mi garganta estaba seca. Mis manos, rojas y trémulas de tanto aplaudir. Mi cuerpo transpiraba, exudaba olor a cansancio, adrenalina, sol y tierra del las afueras del Nacional. Veía a Madonna de espaldas. Veía su cabello alborotado (parece que el clima la hizo despeinarse más de lo adecuado). Veía sus botas. Veía cada detalle y en mi corazón sabía que todo eso ya se iba a acabar. Salté lo más alto que pude. Alcé mi mano, tocando el cielo (aunque ya lo había tocado dos horas antes). Guardé mis últimas fuerzas para que Madonna se fuera con esa imagen cuando acabara su show.
Me fijé en que se cambió las botas para cantar su última canción. ¡A eso se va detrás del escenario! A ponerse unas zapatillas negras y bajas (quizás, las mismas que usa para saltar la cuerda en Into the Groove). La energía de Madonna seguía desbordante. Su cara, sus gestos, su sonrisa, todas sus expresiones, seguían intactas. Bailaba con un ritmo exquisito, en perfecta sincronía, sin demostrar cansancio. Su pantalón brillaba, al igual que sus ojos, muy abiertos. Salté, grité. Quise imitar sus pasos, pero la presión del resto de los asistentes sólo me permitió saltar y levantar mi mano. Ella lo veía. Ella pedía que saltáramos. Saltábamos. Ella pedía que gritáramos. Gritábamos. Ella pedía que cantáramos. Cantábamos. Cantamos, incluso más fuerte, cuando se acercó a nosotros y nos ofreció el micrófono. La vi a la cara. No sudaba. Era blanquísima y muy linda, con rasgos finos. Estaba alegre, feliz... al igual que nosotros.
El “game over” del final, tras su “Thank you, Santiago. Good night!” indicaba que el sueño llegaba a su fin. Aquellas dos horas de luces, música, cristales Swarovsky, pañuelos Givenchy y botas MacCartney habían terminado. Quedé alelado. Caminé casi por instinto a buscar a mis amigos. Ahí estaban ellos, aún con la boca abierta y la adrenalina a mil. Miré a Manuel y lo abracé. Nuevamente me puse a llorar. No sé si por lo emocionado que estaba o porque empezaba a comprender que el show se había acabado. Pero más que eso, lloraba de puro agradecido que estaba. Agradecido por haber podido ver a Madonna tan cerca, tan vigorosa, tan hermosa, en mi país. Porque no todos pueden decir que miraron a los ojos a la reina indiscutida del pop. A la mujer más famosa del mundo.
(rOdRigO).
Nota: las imñagenes corresponden a la primera sección del show ("Pimp"), porque es el que Producción permite fotografiar de manera profesional. Estas fotos están disponibles en la página www.allaboutmadonna.com