19 marzo 2007


Cuando llegué a MachuPicchu me emocioné mucho. Fiel a un rasgo que me ha acompañado desde siempre, los ojos se me llenaron de lágrimas. Y si bien no lloré como suele ocurrir cuando hay dolor de por medio, estuve con la mirada humedecida -nublada por el vapor de las lágrimas contenidas- durante un par de minutos.
Me senté y sólo me dediqué a mirar el espectáculo verde. Tuve muchos pensamientos y muchas sensaciones. Eran los recuerdos de los momentos vividos días antes, las anécdotas, las peripecias para poder llegar. Era, también, el merecido premio-incentivo por haber subido (escalado) en medio de la selva durante 2 ó más horas... Era lo que siempre había anhelado, desde que era niño y veía a la ciudad en los atlas (esos de papel... Ahora, con Internet, nada es lo mismo...).


La ciudad perdida de los incas es mágica por muchas cosas: primero, por el valor histórico-cultural que representa. Hay que pensar que éste fue el único lugar donde los españoles no pudieron penetrar físicamente. De hecho, es muy probable que nunca hayan sabido que existía este reducto donde se refugiaban sacerdotes y reyes. En ese lugar, las tradiciones se mantuvieron alejadas del tinte europeo y pudieron sobrevivir 40 años después de la llegada de los colonizadores (perdón, "evangelizadores").


MachuPicchu en sí mismo es un prodigio de arquitectura bien conservada. De todas las ruinas que existen en las cercanías de Cusco, ésta es la ciudadela que se mantiene más dignamente en pie. Los muros, si bien no son tan trabajados, están aún enhiestos, por lo que las calles, habitaciones, templos, pasadizos, túneles, terrazas, escaleras y valles siguen teniendo una apariencia mística y sobrecogedora.


Por último, es alucinante descubrir que uno está en un lugar perdido (hasta 1911, literalmente) en medio de la selva; porque para llegar hay que viajar en tren bordeando el sinuoso Urubamba, hay que subir las montañas, hay que lidiar con la humedad, el frío, la pendiente de escalada, la altura... Y después de todo eso, cuando la naturaleza parece no haber encontrado más barreras para el ser humano, aparece todo...


Pensándolo bien, sí derramé un par de lágrimas. Tomaba aire como loco, respiraba lentamente, hinchando el pecho una y otra vez. Una sonrisa tras otra... Por fin estaba en MachuPicchu. Y no estaba solo...


¿Por qué será que a veces me emociono con cosas que, para otros, son simples visitas turísticas? Me he dado cuenta de que mi sensibilidad es selectiva. No siempre me hace llorar una canción de amor o un poema, pero sí lo sencillo, lo especial, lo mágico. No me avergüenzo de reconocer que soy un tipo llorón, sobre todo cuando estoy en presencia de una de las nuevas 7 maravillas del mundo.

3 comentarios:

bacalao dijo...

es la fuerza de ese lugar el que nos dejó pasmados.

es la maravilla de la arquitectura, es el material, es el paisaje, la luz, las nubes, el rio, la selva, tú, libertyberto, el cansancio, el sueño, la felicidad, el sudor, el pelo sucio, el pasto, el atún, nosotros.

todo eso es machu picchu, ya no se puede desvincular de nosotros y el vivirlo no fue solo una visita, sino un intercambio. machu nos vivió nosotros y nosotros quedamos impreganados de nuestra aura mezclada con la fuerza de un lugar sagrado, en el sentido mas sagrado de lo sagradoo.

feliz

bacalao dijo...

wuaaa me tengo q ir a clases. queria ir a pet shop boys, soñe con eso.
=(

hablamos en la noche. ñaca ñaca

Anónimo dijo...

Tengo envidia, como te había dicho antes, me muero por ir. Creo que el lugar es una mezcla de tantas cosas, siento que no cabe en la imaginación de nadie qué es lo sientes cuando llegas arriba, no sabes cómo te envidio (sanamente).

Iré antes de convertirme en una vieja, para subir digna a las alturas de MachuPicchu.