10 abril 2007

Oprobio

"Hay que echar a andar el cerebro antes que las palabras", me dijo alguien hace muy poco. Estábamos enfrascados en una disputa cuyo soporte físico era el ciberespacio. ¡No tenía por qué enojarme o intentar rebatir semejante orpobio! Pero lo hice. Me quise defender, limpiar mi honor de ser-pensante y comencé a elaborar una serie de argumentos que demostrarían la poco sustentable base de aquella isinuación de estupidez dirigida hacia mí sin anestesia.

Mi primer dardo apuntó a una inconsistencia en el propio modo de elaborar la afrenta: es imposible decir palabras sin que haya siquiera un mínimo funcionamiento del cerebro en aquel proceso. Porque hasta el ser menos instruido debe pasar por aquella sinapsis neuronal que nos permite decir palabras con más o menos ilación. Sin embargo, sabía que no era una reflexión muy potente en mi defensa. Aquel tipo no estaba poniendo en duda eso, sino que apuntaba a algo más profundo: había tocado la fibra del razonamiento.

Fiel a mis características de salmón que nada contra la corriente, no pude permitirme estar de acuerdo con ese personaje que me ofendía. Mi veleidosa personalidad me hizo fluctuar entre el orgullo herido y la soberbia. Simplemente, no quise reconocer que, en parte, asentía la afirmación: hay que echar a andar el cerebro antes que las palabras. No es que me sintiera estúpido por el hecho de que alguien me lo insinuara. Cada uno es fiel espectador de las potenciales que la vida nos ha dado y sé que el destino no ha sido exiguo en sapiencia para mí.

Pero me quedé pensando... Hay que echar a andar el cerebro antes que las palabras... ¿Qué tan cierto era eso? ¿Qué tan en práctica lo he puesto a lo largo de mi vida y de mis relaciones sociales? Aparentemente, muchas menos de las que hubiese querido. Porque me he descubierto muchas veces arrepintiéndome por decir algo "sin pensar". Esto no ha sido una constante en mi accionar, pero ha estado presente en un par de oportunidades. ¿Es que no lo pienso o luego pienso que lo quise decir? O quizás sólo ocupé las palabras equivocadas...

O quizás soy cobarde y después me retracto de lo que digo. Tal vez no quiero hacerme responsable de las consecuencias y evalúo sólo sobre la marcha. O quizás pienso mientras hablo...

Las posibilidades son muchas. Lo que -creo- se debe procurar es lograr lo que todo mensaje comunicactivo espera: que haya retroalimentación; que se entienda el texto en su contexto... las palabras en su fuente originadora. No me refiero a un soliloquio del cual nosotros mismos somos testigos, porque eso no representa ninguna intención desconocida en cuanto somos emisor y receptor al mismo tiempo... Hablo de aquellas cosas que se dicen a otros, que tañen a otros; que hieren a otros.

Eso es lo que no quiero. No me importa que un necio me llame necio. Me importa que aquellos que están a mi lado, que forman parte en la construcción de mi vida, no se sientan ofendidos cuando digo palabras que salen presurosas de mi boca. Me importa que no se malentienda. Me importa no hacer sufrir a los que amo. Porque sólo en esos casos, me lamento no echar a andar el cerebro antes que las palabras. En todos los demás, es sólo cuestión de acomodar las apreciaciones y redefinir el objetivo del discurso.

¡Ah!, todo es distinto cuando se escribe (quizás por eso lo prefiero).
Rodrigo

2 comentarios:

EzLoKhAi dijo...

Por que cuando escribes te retroalimentas.
Si son de verdad tus cercanos... antes de expresar si quira tu afronta ya te estaban mirando feo...XD

Saludos... Slqhay.

Manuel dijo...

Oprobio! Adoro esa palabras, tanto así que forzadamente la cristalicé en el título de mi tesis "Escribiendo el oprobio".. ;)
Qué buena cita esa de que hay echar andar el cebrero antes de hablar.. pensar y decir.. a veces la lengua cobra vida propia y se vuelve filudamente peligrosa.
Saludos!